El Cristianismo o la fe incomprendida


El Cristianismo es una fe mal comprendida, situación esperable considerando los tiempos de degradación del alma y empobrecimiento intelectivo en que vivimos. Una religión basada en un milagro, cimentada sobre la fe en un Dios hecho hombre, venido en carne y hueso a la Tierra, cumpliendo las prefiguraciones proféticas de los antiguos sabios de Israel. Algo se esconde entre las líneas bíblicas, un secreto que se nos ha escapado mientras discurre sobre las narraciones legendarias y los mitos de la creación, el diluvio y los cuarenta años del pueblo hebreo en el desierto. Vivimos en una civilización amenazada por el anacronismo de su propuesta fundacional, anacronismo que no es más que la incomprensión suscitada en mentes estrechas que ya no son capaces de leer en los símbolos, que ya no pueden comprender las alegorías ni penetrar en los significados por su total ignorancia de la hermenéutica sagrada. “Y acercándose los discípulos le dijeron: «¿Porqué les hablas en parábolas?» El les respondió: «Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane” (Mateo 13:10-15). ¿Qué se puede decir en esta era de oscuridad materialista para encender la tenue llama del interés de los hombres a la fe de Cristo? La suerte está echada y cada uno recibirá el pago por lo que haya sembrado, cosechará y hará con ello el alimento de su espíritu. Sanará o se envenenará aún más, crecerá hacia Dios como las flores hacia el sol o se secará y morirá como los vegetales en la oscuridad.

Nunca jamás en la historia humana el mal se había extendido, validado y justificado tanto como lo hace hoy. Se alimenta del comercio, la especulación financiera y la bolsa usurera, fomenta la ambición banal, publicita el desliz con festejo, se goza en las pasiones y hace olvidar a Dios para adorar al becerro de oro. Diremos algo más: 666 talentos de oro era lo que recibía anualmente el rey Salomón desde Saba (1 Reyes 10:14 y 2 Crónicas 9:13). Es número de hombre que fue creado al sexto día. El hombre por el hombre por el hombre, lejos de Dios, su fuente de origen y meta final. ¿Cómo va a tener sentido para ese hombre la revelación divina en la persona de Cristo? El hombre perfecto, el Hombre-Dios, el nuevo Adán, no aspiraba a la riqueza ni al poder mundano, porque su reino no era de este mundo. El mito, la alegoría y el símbolo ya no pueden ser leídos. Solo se entiende el frío lenguaje del dinero contante y sonante. Poco importa lo que diga el sacerdote, el economista tiene la última palabra. La religión del becerro de oro se extendió por todos los confines del planeta y ya no hay quien pueda detenerla. Nuestro esfuerzo entonces estará centrado en profundizar la comprensión de aquellos que tienen fe y que requieren de mayor astucia para sostenerse en medio de un entorno que brama para que abandonen el baluarte espiritual que los sostiene en su travesía sobre el polvo del mundo.

El aparente absurdo de los mitos bíblicos, hecho tan criticado por los ateos, no puede menos que dar lugar a la duda razonable. Porque los antiguos sabios que los escribieron bajo la inspiración del hálito divino estaban lejos de querer redactar cuentos infantiles. Más bien se propusieron codificar la sabiduría espiritual que les había sido confiada en su profunda realización interior por medio de metáforas y narraciones alegóricas que junto con aleccionar moralmente al pueblo, permitían que los que tuvieran ojos para ver percibieran más allá de la mera letra muerta. El hombre contemporáneo no tiene el tiempo ni menos la voluntad necesaria para realizar el penoso esfuerzo de penetrar poco a poco en los significados internos de la Escritura y la Tradición eclesiástica como para precaverse de alcanzar conocimiento antes de lanzar una sandez en forma de opinión personal. Sus juicios contra la religión se limitan a igualar la estructura institucional con la religión en sí, como si la calidad del té pudiese ser juzgada por la taza que lo contiene.

No hay absurdo alguno en el mito. Lo que sí hay es una alegoría y sobre todo una anagogía incomprendida por el vulgo. Esto hace del Cristianismo una religión sumamente compleja de abordar. Incluso los estudios académicos serios siguen redundando en los mismos lugares comunes del historicismo y la crítica literaria. Una verdadera gnoseología espiritual es lo que se hecha de menos por todas partes. Pero una gnoseología tal no puede excluir los elementos meta-racionales del conocimiento divino, vetas de la sabiduría que parecen irracionalidad en la superficie, pero que en vez de situarse por debajo de la razón, la trascienden y la perfeccionan abarcando la dimensión de lo infinito que a ésta se le escapa perpetuamente. De allí el lugar que ocupa la Pistis, esa fe en lo trascendente que acerca al hombre con la Divinidad como un puente sobre la nada que amenaza transformarse en nihilismo cuando no se puede penetrar en el vacío con un corazón abierto a la experiencia directa conocida como misticismo. A falta de comprensión profunda de la Revelación Divina se quiere reemplazar la ignorancia con gnosticismo, una interpretación más literal y atractiva para el mundo moderno. Sin comprender los cuatro Evangelios, la biblioteca de Nag Hammadi aparece como la solución mágica para encubrir una falta que yace tanto en los creyentes como en los no creyentes antes que en los textos mismos. Esta falta es el total olvido de la Intelección, que ha sido obliterada por el monopolio de la razón. La verdad de lo mítico solo puede abarcarse desde el Nous o Intelecto (i.e. Intus legere, leer dentro), no desde la racionalidad. Pero incluso esta palabra está embadurnada con los ecos de la razón que engañosamente la sinonimia. Con todo no son lo mismo como cualquiera que se moleste en revisar la etimología puede comprobar. El proceso de inteligir no debe ser embrollado junto con el de razonar. Pero como se los asimila, nos encontramos con la traba persistente de confundir lo verdadero con lo real. La palabra de Dios es verdad, los hechos del mundo son realidad. Sin embargo para el Ser Divino los entes fenoménicos lejos de ser reales no son más que hologramas. Parafraseando a San Pablo en la primera carta a los Corintios, la Verdad parece locura para este mundo, porque la Sophia de Dios es escándalo para el legalismo judío y desvarío para la racionalidad griega. Usando del lenguaje filosófico, diríamos que la intuición intelectual se nos escapa por la excesiva primacía de las representaciones sensibles.

El grave peligro del literalismo, otra forma severa de incapacidad intelectiva (no necesariamente intelectual) ha promovido el surgimiento de toda clase de distorsiones sectarias que irrumpen como hongos en la humedad. No vamos a adentrarnos aquí en el conocido fenómeno de las sectas mal llamadas “cristianas”. De todos es conocido el sombrío influjo que ejercen sobre las porciones más humildes de la sociedad. Pero sí queremos destacar el mal que supone la interpretación literal, que de hecho es una no-interpretación, enfermedad que aqueja prácticamente a la cristiandad completa, salvo escasas excepciones. Existe una imposibilidad intrínseca para comprender el significado profundo del dogma cristiano en ausencia de la doctrina de la reintegración, enseñanza compleja que supone primero la confianza en la letra a fin de poder, en un segundo momento, adentrarse en la comprensión del significado. Se trata de un sentido recóndito que muy pocas veces a sido proclamado desde los púlpitos, pues la clerecía se ha limitado históricamente a repetir las fórmulas eclesiásticas sin develar su significación interna a la feligresía, sea por prudencia o bien por mera ignorancia, como parece ser el caso mayoritario. Empero la preservación de la tradición de la Iglesia ha permitido perpetuar también este sentido para aquellos que tienen “ojos para ver y oídos para escuchar”. Ahora bien, otra cosa es la función social del Cristianismo como educador de las masas, cosa beneficiosa y oportuna, pero insuficiente para entender la veracidad de la religión.

El mensaje de Cristo y la tradición interior de la Iglesia nos llaman a la supresión de lo sensorial, dirección de lo imaginal y exaltación de lo intelectivo por medio de sus símbolos, misterios y sacramentos. Y en esto no debemos confundir lo exterior con lo interior, es decir, no debemos igualar la institucionalidad de la Iglesia con su realidad metafísica como arquetipo, cuerpo místico del Cristo. Pero lo anterior no implica en ningún caso que el arquetipo ideal pueda ser alcanzado sin mediar una correcta aplicación de los símbolos y alegorías preservados en la institución. La Iglesia es tanto exterior como interior y no se puede prescindir de ninguno de sus dos aspectos pues el hombre vive tanto externa como internamente. Así, el acceso a la riqueza espiritual de la Iglesia Interior depende de los distintos niveles de comprensión de la fe. La necesidad de silencio y discreción se imponen para resguardar lo sagrado de un vulgo aún incapaz de preservarlo sin mancilla, siguiendo el sabio consejo evangélico que reza: “No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen” (Mateo 7:6). Esto hiere el ego de mucha gente, genera rebeldía, reivindicaciones orgullosas y pronunciamientos oclocráticos. Uno de los más sabios Padres de la Iglesia, San Clemente de Alejandría, escribió bastante al respecto. Entre muchas otras cosas dijo: “El Señor no reveló a muchos lo que no estaba al alcance de muchos, sino a unos pocos, a los que sabía que estaban preparados para ello, a los que sabía que podían recibir la palabra y configurarse con ella. Los misterios, como el mismo Dios, se confían a la palabra, no a la letra. Y si alguno objeta que está escrito que «nada hay oculto que no haya de manifestarse, ni escondido que no haya de revelarse» (Mt 10, 20), le diremos que la misma palabra divina anuncia que el secreto será revelado al que lo escucha en secreto, y que lo oculto será hecho manifiesto al que es capaz de recibir la tradición transmitida de una manera oculta, como la verdad. De esta suerte, lo que es oculto para la gran masa, será manifiesto para unos pocos. ¿Por qué no todos conocen la verdad? ¿Por qué no es amada la justicia, si ella está en todo el mundo? Es que los misterios se comunican de manera misteriosa, para que estén en los labios del que habla y de aquel a quien se habla; o, mejor dicho, no en el sonido de la voz, sino en la inteligencia de la misma.” Muchos son los llamados y pocos los elegidos dice el Señor Jesús en Mateo 22:14. Y con esto se entiende el porqué cuando leemos a San Clemente.

Digamos finalmente que las Órdenes y fraternidades tradicionales han actuado como estructuras intermedias entre lo exterior y lo interior, otorgando una oportunidad para seleccionar lo mejor del rebaño de la Iglesia a fin de constituir un verdadero ejército espiritual de soldados de Cristo, gente de corazón manso y pacífico cuya guerra es contra sus propias deformidades, jamás contra la vida de otro hijo de Adán, que posee igualmente un alma inmortal entregada por Dios. Ellas han transmitido la palabra de la tradición oral que ilumina los significados profundos de la Escritura. Creemos que quien comprenda esto ha sido llamado por Dios. Oremos para que el Señor Jesucristo nos halle dignos de ser también elegidos a fin de que podamos ir por los campos de la tierra sembrando la palabra viva que enciende la chispa del fuego oculto en la letra heredada.